Nuevas fórmulas operísticas (II) Fondo y forma

Igor Escudero (compositor) y Pablo Gómez (libretista) conversan sobre la necesidad de una renovación total de la ópera. Esta es una continuación de la conversación Nuevas fórmulas operísticas (I) Temáticas y ritmos.

Igor Escudero: todo el mundo habla de renovar la ópera, acercarla al público, democratizarla, despojarla de su elitismo… Ese es el poco fructífero empeño de políticos, programadores, teatros y profesionales del gremio desde hace décadas. Pero la realidad es que, más allá de la divulgación, los flashmobs y las entradas a un euro para los jóvenes, la cosa sigue más o menos igual de mal. Y el problema es que, en ese intento de acercar, de llevar la ópera a la gente, en el fondo nos encontramos con que se está haciendo todo lo contrario: se está empujando a la gente hacia la ópera, pero un tipo muy concreto de ópera, una ópera antigua, más cerca de ser patrimonio cultural que espectáculo. Los teatros programan una y otra vez las mismas obras. Más que teatros empiezan a funcionar como museos.

Los teatros nos presentan una y otra vez el mismo perro con distinto collar. En lugar de ambientar Aida en Egipto, visten de rockeros a los esclavos y añaden a la escena unos cuantos retretes y máquinas de refrescos. Los directores musicales recortan pasajes y eliminan repeticiones, pero esto no moderniza la ópera: al contrario, la convierte en una octogenaria sepultada en maquillaje. Estas fórmulas no modernizan la ópera, sino que crean una imagen de decadencia. Dejemos el pasado como está. No necesitamos vestir de Drag Queen las esculturas de Policleto para apreciarlas. Tenemos que crear nuevas obras de arte, no disfrazar el pasado.

Pablo Gómez: Todo eso es muy cierto, aunque yo matizaría que hay casos concretos en los que cambiar el escenario espacial y/o temporal de una ópera famosa puede ser ingenioso y revelador. Repito, sólo en casos muy concretos.

I.E.: Sí, pero se ha hecho de forma tan sistemática, abusando tanto de ese único recurso… Además, las óperas de otros tiempos estaban pensadas para las estructuras mentales del pasado. Los mensajes, los argumentos y el ritmo de estas antiguas óperas están dejando de interesar a las frenéticas mentes de la sociedad digital del siglo XXI, una sociedad que salta de titular en titular en Internet y que procesa cuatro planos en un solo segundo de publicidad no puede considerar cuatro horas de ópera decimonónica como una forma de entretenimiento. El valor de las viejas óperas es el mismo que tienen las novelas, las esculturas o los óleos del pasado. Tienen valor histórico, patrimonial, artístico, cultural. Alterarlas es una aberración comparable a pintar un grafiti sobre la Gioconda. Y la aberración es doble, porque estamos identificando la ópera con algo del pasado, una especie de enfermo imposible de resucitar. Modernizar la ópera es hacer nuevas óperas, no destrozar Parsifal.

P.G.: Estoy completamente de acuerdo.

I.E.: En el siglo XVIII los teatros programaban obras de su tiempo, no remozaban las viejas creaciones de Monteverdi. En el siglo XIX no adaptaron las obras de Gluck, Mozart o Salieri, sino que produjeron sus propias óperas, unas óperas acordes a su tiempo que satisfacían las necesidades de sus gentes. Las Bodas de Fígaro se basó en un best seller de su tiempo. En las postrimerías del Antiguo Régimen, esta ópera criticaba los malos usos y reflejaba una serie de conflictos sociales que dieron paso a la contemporaneidad a través de la Revolución Francesa. Fue una obra polémica, de actualidad. El “Va pensiero” de Nabucco fue todo un alegato contra los Habsburgo, de la misma forma que el brindis de La Traviata criticaba a los barones Doufol y a los marqueses D’Obigny, presentes en el propio estreno de la obra. El propio Verdi fue un símbolo viviente de la Libertad y la Nación.

¿Cuántas óperas actuales se basan en un best seller? ¿Por qué se hacen adaptaciones infantiles de La Flauta Mágica (adaptaciones de dudoso valor musical y artístico) en lugar de escribir una ópera basada en Harry Potter? Entre mediados del siglo XVII y mediados del XVIII se estrenaron en Venecia más de 2.000 óperas, lo que nos da un promedio de 20 estrenos al año en una sola ciudad. En el siglo XXI, la ópera se está transformado en una reliquia del pasado, en un muerto viviente lleno de parches, retoques, maquillaje y efectos postizos. No le pintemos bigotes a Las Meninas, respetemos las obras maestras del pasado y hagamos algo nuevo.

P.G.: ¿Cómo?

I.E.: Renovando contenidos, pero renovando también las formas. Por ejemplo, adaptando títulos literarios o cinematográficos que sean atractivos. Creo que no debemos edulcorar o adaptar las obras para que la sociedad las trague como una medicina, sino atraer a un público nuevo a través de contenidos que les interesen y llamen su atención. Si lo que se realmente se quiere son desnudos, drogas y violencia, creemos nuevos libretos y hagamos una música apropiada a las nuevas necesidades y recursos de la dramaturgia actual. Por otro lado, y en cuanto a la forma, la ópera necesita cambiar el ritmo, el lenguaje sinérgico. Por ejemplo, en Il Trovatore a Manrico le informan de que van a ajusticiar a su madre y decide rescatarla, pero antes de ponerse a ello canta “Di quella pira“. Esto ya no funciona, necesitamos acción. Hemos visto suficientes enamorados (siempre tenor y soprano) morir de amor, a demasiados solistas que, tras ser degollados, cantan a pleno pulmón durante más de quince minutos haciendo toda suerte de floreos.

P.G.: Si me he enterado bien, básicamente tu idea del cambio se centra en reformar (mutar… elige el verbo apropiado) las fórmulas clásicas operísticas (que, en muchos casos son propias también del teatro no musical, incluido el contemporáneo) para adaptarlas a las expectativas del público de hoy día. Y estás basando todo tu planteamiento, con una grandísima parte de razón, en que el público moderno está acostumbrado al realismo y, en infinidad de ocasiones, dinamismo que conlleva el omnipresente cine.

I.E.: Sí, aunque lo del realismo es una apreciación personal y quizá no sea algo generalizado. Los pequeños detalles que no encajan me sacan de la historia de forma automática. Me pasa en el drama, pero aún más en la ciencia ficción, donde paradójicamente hay que medir mucho mejor y respetar las reglas.

P.G.: Aquí veo una dificultad de base: normalmente la narración musical suele ser todo lo contrario, una idealización. Porque en la vida real nadie, o casi nadie, expresa sus sentimientos cantando.

I.E.: El género musical u operístico es, como la ciencia ficción, un género. Que canten se acepta, como se acepta que existan los orcos o “la fuerza”. A partir de eso, mi intención es que si alguien está desconcertado, furioso, triste o feliz, que la música lo deje claro.

P.G.: Un ejemplo podría ser la famosa “I Dreamed a Dream” que canta Anne Hathaway con jadeos y sollozos en la película de Los Miserables. Aunque el personaje se exprese musicalmente, la idealización es casi inexistente. Porque la acción, los sentimientos expresados, son devastadores y reales.

I.E.: Eso está presente en la ópera, en especial en la verista. No inventaron nada en Los Miserables con eso, al contrario, lo robaron de la ópera. Por mi parte es perfecto hasta cuando Anne se va de tiempo… ¡ay si consiguiéramos un solo momento así en nuestra ópera! Para mí es una referencia. No se necesita nada más. Pero, claro, nosotros no pondremos música a una obra de Victor Hugo, sino a una de dos siglos después. Gracias a estudiar bel canto he descubierto que no hay ópera del siglo XIX en adelante que no se cante incorrectamente (notas que no son, ritmos equivocados…). Son cosas del directo… Hacer verismo y tratar de conseguir muchos momentos como el de Anne Hathaway ha de ser nuestro objetivo.

P.G.: Entonces, ¿este tipo de interpretación tampoco podría realizarse en una ópera de Mozart aunque la acción lo requiera?

I.E.: El clasicismo no lo requiere. Incluso, aplicar ese verismo en el post-romanticismo sería considerado un error enorme por la crítica. Pero eso es una cuestión de la dirección de escena que no tiene nada que ver con el libreto o la partitura. Por suerte, los directores de escena siempre están dispuestos a avanzar e innovar, pero los programadores les han puesto un corsé enorme que les ata a estructuras del pasado

P.G.: Volviendo a lo anterior, estoy a favor de perseguir el realismo, sobre todo en las acciones e interpretaciones de los actores/cantantes. Pero no entiendo por qué, si van a quemar viva a la madre del solista principal, éste no pueda pasarse cinco minuto expresando sus sentimientos.

I.E.: Porque eso es justo lo que más hilaridad provoca en el público moderno. Habría que justificarlo de alguna manera. Por ejemplo, porque la ejecución de la madre no fuera inmediata, sino al día siguiente y tuviera tiempo de regodearse en su dolor. Ahora bien, si dice lo que siente y si la música hace lo que le corresponde, mucho mejor.

P.G.: Siempre y cuando no haya movimiento a su alrededor. Siempre y cuando la atmósfera en escena se vuelva intimista. Siempre y cuando, en resumen, se transmita que esos cinco minutos son una expresión idealizada de lo que se le pasa por la cabeza en décimas de segundo. Que el tiempo a su alrededor se ha parado. Recurso que se ha utilizado y se seguirá utilizando siempre en el teatro. Y que, por cierto, también se utiliza muy de cuando en cuando en cine y televisión.

I.E.: Sí, pero en la ópera esos momentos abundan y es con lo que el público la identifica. De eso tiene que haber, pero no tan abundantemente como hasta ahora, para no interrumpir la trama cada dos por tres.

IGOR ESCUDERO
León 1977. Compositor español. Es autor de cuatro óperas, tres musicales, dos oratorios profanos, conciertos, bandas sonoras para documentales, audiovisuales y cortometrajes, música coral sacra y profana, cantatas y una gran variedad de piezas de cámara.
PABLO GÓMEZ
Valladolid 1978. Bajo, escritor y libretista. Es autor de libretos como El Tercer Rey (2012) y Cásina (2014), con música de Igor Escudero, con el que colabora actualmente en la realización de un nuevo libreto basado en la obra de Robert Graves, Yo Claudio.